En ocasiones, si uno sale a darse una vuelta por la vida, sobre todo si toma la dirección a ninguna parte, en la acera de la izquierda suele encontrarse a gente más que rara. Ser raro comienza por ser una cuestión de genes o una cuestión reactiva ante el medio, pero, con el tiempo, acaba por convertirse en una vocación y, en los casos más graves, en una adicción. Hay raros de todos los colores. Yo detecto a los raros por su mirada. Y me interesan aquellos cuyos ojos desamparados ven desfilar por fuera los coches, los edificios, las personas... pero apenas los detectan. Viven de pupilas para adentro, preguntándose eternamente el motivo de su distanciamiento del mundo. Perciben ese alejamiento porque se sienten vivir en una especie de nube que los hace flotar turbia y torpemente ante la realidad.
Sin ir más lejos, conozco a un tipo que es muy pobre. Apenas tiene nada. Y sabe que jamás tendrá nada. Pasa hambre. Su estado casi constante es el de necesidad. A veces sé que tiene comida al alcance de la mano, pero no la toca: no le apetece acercarla a sus labios. Lo sé por la palidez enfermiza de su rostro. Y no se lo he preguntado nunca, pero de la mueca extraña de sus labios se desprende la realidad que su silencio oculta: solo le gusta el caviar.