Narración de tú mismo en Copenhague con varios días por delante. Una experiencia inolvidable.
Viajas a Copenhague porque es jugar sobre seguro. No hay manera de
que la ciudad no te encante, no te llene por dentro ni te fascine.
Llegas desde el aeropuerto de
Kastrup en el, probablemente, transporte público más eficiente del mundo, y en 10 minutos estás en
Norreport, el vínculo con toda la urbe.
Lo primero que has de hacer es alquilar una bicicleta, aunque quizás
no sea tu medio de locomoción predilecto. Pero Copenhague es el paraíso
para los usuarios de la bicicleta. Te impacta el ancho de los carriles
bici, el tráfico paralelo que se agolpa cerca de
Vesterport,
donde se encuentra la oficina de información al turista, donde te
atienden con la ya clásica educación nórdica, y el parque de atracciones
considerado más antiguo del mundo: el
Tivoli.
Y hablando del Tivoli. Escoges una tarde en la que haga buen tiempo,
algo que en verano no es difícil. Alejado de los casi cuarenta grados de
agosto de la ciudad donde vives, los veinte o veintidós grados que
pueblan la capital danesa son una delicia. Disfrutas del concierto de
hoy, paseas por sus rincones temáticos que aluden a diferentes puntos
del mundo, te dispones a poner la adrenalina al máximo en su montaña
rusa (intensa pero breve), y más tarde sales y disfrutas de un paseo
frente al río en la zona de
Vesterbrogade.
Los días son cortos en Copenhague (a pesar de que los amaneceres son
mucho más tempraneros allí), pero tú te has propuesto exprimir los días,
y te aventuras a visitar en bici
Kristianshavn,
con su aire alternativo y sus puentes llenos de barcazas pertenecientes
a personas a las que un día se les metió en la cabeza la intensa idea
de ser felices. Ya al mediodía, la oferta para comer es tan amplia que
no sabes ni a dónde ir. Por suerte, se te ocurre que pasarse por
Strøget es la opción más plausible, porque la calle peatonal más larga de
Europa para hacer compras (incluye una tienda de Lego con la que habrías
saltado de alegría durante tu infancia) está siempre tan animada, que
seguro que encuentras algo.
La famosa sirenita (siempre rodeada de japoneses ávidos de fotos),
Den lille Haufvne, un sentido homenaje a ese héroe local que es
Hans Christian Andersen,
no te impresiona tanto como sus aledaños, un precioso paraje perfecto
para hacer footing y dar un paseo reflexivo (aunque esto no tiene
demasiado mérito; hay centenares de lugares por toda la ciudad).
Tanta bici y tantas sensaciones nuevas, te dejan exhausto. La
abundancia de zonas verdes te parece una gran ocasión para echar una
siesta placentera. Vuelves a Norreport y descubres
Rosenborg, una enorme explanada verde coronada por un elegante castillo. También has visto
Osterpark, te has tumbado al lado del lago y has pensado en lo maravilloso que ha sido el día.
El nuevo día es un poco más caluroso. Has oído que la playa de
Charlottenlund es perfecta, y de hecho te asombra lo limpio que es el aire en cuanto
llegas. Has pasado por el barrio dormitorio de Hellerup, con sus
edificios acristalados y sus calles anchas como si fueran pequeñas
autovías urbanas. En Charlottenlund el tiempo se detiene, pero tú tienes
sed de conocer más de Copenhague, y te plantas en
Nørrebro,
el barrio más diverso de la ciudad, lleno de cafeterías y bares.
Visitas el cementerio y ves las tumbas de Kierkegaard y de Hans
Christian Andersen, y han aparecido nubes y crees que ya es hora de
descansar definitivamente en el hotel, en uno de esos majestuosos
edificios que son parte de la identidad de este sitio. Pero prefieres
Nyhavn (cerca de
Amalienborg,
el palacio real donde los guardias se mueven con una marcialidad
autómata), para tomar un helado mientras un concierto improvisado cara
al pequeño puerto.
Y la gente. Tan educada, tan humilde, tan correcta. Te ven perdido
con un mapa, y se ofrecen a ayudarte con una sonrisa. Les preguntas:
“¿Hablas inglés?”, y te responden “un poco”. Su “un poco” es en realidad
un inglés perfecto, mucho mejor que el tuyo, y gracias a ello te
indican con exactitud el destino al que quieres llegar. Respetan las
colas, se excusan si te cortan el paso, se ofrecen a hacerte a alguna
foto junto al río en
Søtorvet, y se les ve encantados de que visites su morada.
Probablemente, no eres muy consciente de la riqueza de lo que estás
viendo y viviendo. Pero cuando vuelvas a tu lugar de origen, esa jungla
de asfalto en la que las bicis tienen que sortear los coches para que
estos no les embistan, con mayor contaminación acústica y menos
modernidad, lo sabrás.
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