Era un 23 de octubre de 1947 cuando André Gorz, uno de los mayores exponentes de la ecología política, vio a Dorin Keir jugando poker en un baile en París, en la plaza de Saint-Sulpice, sin saber que aquella viajera se convertiría en el único y gran amor de su vida.
Tiempo después, el azar los volvió a reunir. Ella andaba sola con su andar de bailarina. Al verla, Gorz corrió para alcanzarla; lo logró y nunca más se separaron.
Hasta aquel día todo era incierto, sobre todo para Gorz, que no tenía mucha fe en el amor. “No podía pasar más de dos horas con una muchacha sin aburrirse y hacérselo sentir”.
Dorine, por su parte, era una inglesa que hizo su vida en París. Venía de una familia que se rompió cuando su padre debió enlistarse en la primera guerra mundial. Cuando tenía cuatro años, su madre se enamoró de un aventurero y, en el momento de la ruptura, dos años después, fue él quien se hizo cargo de ella.
De personalidad extremadamente discreta, Gorz (Viena, 1923- Francia, 2007) perteneció a la cultura francesa, viviendo principalmente en París, donde fundó —junto a Jean Daniel— el semanario Le Nouvel Observateur y colaboró con el círculo filosófico de Les Temps Modernes, con Jean Paul Sartre y Simone de Beauvoir.
Su vida intelectual siempre fluctuó entre el periodismo y la filosofía. A los 60 años, se le detectó una enfermedad degenerativa a ella, y Gorz decidió jubilarse y dedicarse a cuidarla. “Me pregunté qué era lo accidental a lo que debía renunciar para concentrarme en lo esencial”. Además, creía que para entender, de verdad, los acontecimientos de aquellos tiempos (estaba muy cerca la caída del muro de Berlín), le era necesario tener más tiempo para la reflexión, algo que, escasamente, le permitía el periodismo. No lo pensaron más y se mudaron al campo.
«Acabas de cumplir ochenta y dos años. Has encogido seis centímetros, no pesas más de cuarenta y cinco kilos y sigues siendo bella y deseable. Hace cincuenta y ocho años que vivimos juntos y te amo más que nunca. (...) Necesito reconstruir la historia de nuestro amor para captar todo su sentido. Gracias a ella, somos lo que somos, uno por el otro y uno para el otro (...) Te escribo para comprender lo que he vivido, lo que hemos vivido juntos».Así inicia Carta a D. Historia de un amor (2006), una confesión de casi 90 páginas que un anciano André Gorz le dedica a su compañera de vida, luego de que le diagnosticaran cáncer de endometrio y aranoicditis, esta última causada por una inflamación en una de las tres membranas que rodean el cerebro y la médula espinal.
“Éramos tú y yo, hijos de la precariedad y del conflicto", le escribió Gorz. "Estábamos hechos para protegernos el uno al otro. Necesitábamos crear juntos, el uno para el otro, un lugar en el mundo que nos había sido originalmente negado. Pero, para ello, era necesario que nuestro amor fuera también un pacto para toda la vida”.
La carta es un recuento sobre esa historia de amor que duró casi seis décadas junto a su cómplice personal e intelectual. No obstante, el texto completo es una reivindicación del autor consigo mismo, al darse cuenta de que entre lo que piensa y su vida personal hay una distancia que no recorrió con su compañera. Gorz, como muchos escritores, se sentía cómodo en la estrategia del fracaso y la aniquilación, no en la afirmación y el éxito. Pero fue en el ocaso de su vida cuando tuvo que admitir que lo más importante, tras haber escrito tantos libros, ensayos y artículos, era ese ‘vínculo invisible’ que ambos construyeron. “¿Por qué estás tan poco presente en lo que he escrito si nuestra unión ha sido lo más importante de mi vida?”.
Todos los escritos de Gorz tratan sobre lo humano. Pero Carta a D. va más allá. “Lo que quería poner en relieve —dijo alguna vez el pensador— es que la única riqueza humana es la sensibilidad. Cuando esta se elimina, entonces sólo hay sinsentido, solamente riqueza material, instrumental, pero no humana. Dorine me enseñó eso”.
Seremos lo que hagamos juntos”, le dijo André a Dorine. Y de eso no cabe duda. Siempre desearon morir juntos, en el mismo día y de la misma forma. Y así fue. El 22 de septiembre de 2007, sobre la cama que los acogió durante casi seis décadas, se inyectaron una sustancia letal.
Murieron en su casa de Vosnon, una vez más: abrazados.
El texto termina como empezó y sería injusto —opinamos— no reproducir el párrafo entero.
“Acabas de cumplir 82 años. Y sigues siendo bella, elegante y deseable. Hace 58 que vivimos juntos y te amo más que nunca. Hace poco volví a enamorarme de ti una vez más y llevo de nuevo en mí un vacío devorador que sólo sacia tu cuerpo apretado contra el mío.Por la noche veo la silueta de un hombre que, en una carretera vacía y en un paisaje desierto, camina detrás de un coche fúnebre. Es a ti a quien lleva esa carroza. No quiero asistir a tu incineración; no quiero recibir un frasco con tus cenizas. Oigo la voz de Kathleen Ferrier que canta ‘Die Welt ist leer, Ich will nicht leben mehr’ (El mundo está vacío, no quiero vivir más) y me despierto. Espío tu respiración, mi mano te acaricia. A ninguno de los dos nos gustaría tener que sobrevivir a la muerte del otro. A menudo nos hemos dicho que, en el caso de tener una segunda vida, nos gustaría pasarla juntos”.Por El Telégrafo