¿Habéis oído alguna vez el nombre de
Pigmalión?. Quizás os suene su nombre, pero no tal vez a raíz de
Las Metamorfosis de Ovidio.
Es precisamente en ese libro, en uno de ellos (tantos y tantos que hubo
que traducir del latín en largas tardes de verano) donde se nos relata
el
mito de pigmalion, el hombre que osó enfrentarse al amor, y no querer enamorarse absolutamente de nadie.
Muy seguro de ello estaba nuestro querido Pigmalión, tan seguro que,
quizás enfrentándose al destino de la flecha venenosa del corazón,
empezó a modelar una estatua de mujer. Convencido de no enamorarse de
nadie, se encerró en su estudio, modelando y modelando aquella figura
humana que nacía de sus dedos. Cansado de tantos desamores, se había
prometido, jurado y archijurado no contraer jamás matrimonio.
Pero, hete aquí el caso que, cuanto más modelaba aquella divina
estatua, más la miraba con ojos deleitosos. A medida que iba surgiendo
de sus dedos, a medida que iba impregnando de voluptuosidad la
ondulación del mármol,
Pigmalión sentía que en su fuero interno algo se encendía. No podía ser, ¿cómo poder enamorarse de una estatua, de una creación propia?.
Así fue, al término de su obra, Pigmalión estalló de amor por
aquella estatua. Sin ningún rubor, comenzó a cubrirla de besos y
abrazos. La miraba y remiraba, la acosaba entre sus dedos, fijando su
pudor en algún punto lejano de la estancia. La vestía y la desvestía,
la imaginaba tierna, delicada, suave…
Pero el mármol frío sólo le hacía aumentar más y más el deseo, junto
a la desesperación. Se había enamorado perdidamente de aquella estatua.
¿Cómo podía ser cierto?, ¿cómo poder sentir el cuerpo frío y terso de
la piedra sobre su cuerpo?. Intentaba darle calor con sus besos,
sentido a aquella promiscuidad irónica del destino. Pero su amor jamás
podría traspasar aquel cuerpo inerte y frío.
Quiso la suerte que la diosa
Venus llegara hasta la
ciudad de Amatonte, allí donde vivía Pigmalión y su adorada estatua.
Llegó justo en el momento en el que un desesperado Pigmalión rogaba
encarecidamente a los dioses: “Si es verdad que tenéis tanto poder, os
ruego que déis vida a esta estatua para poder casarme con ella”.
Venus quiso complacer al aclamado artista, y cuando Pigmalión volvió
junto a su amada tras sus ruegos, en un sencillo beso descubrió que la
piedra parecía irradiar algo de calor. Se apretó a ella, y comenzó a
sentir que el frío del mármol desaparecía poco a poco. Se apartó para
mirarla a los ojos, no fuera que aquella sensación sólo fuera producto
de su propio calor.
Pero no, aquella dureza de piedra comenzó a volverse suave, las
caricias ya no aterrizaban en un destino frío y áspero, sino en un
aposento dulce y tierno. Tras dar las gracias encarecidamente a los
dioses, Pigmalión encendió su deseo, y poseyó a la estatua, convertida
ahora en una delicada mujer, con la que el artista se desposó.
De aquella unión entre el artista y su estatua nació, al noveno mes,
Pafos, la delicada criatura que daría nombre a una de las islas griegas más hermosas.