Si un día se hiciera una clasificación oficial de los mayores hijos de puta que han poblado la faz de la Tierra en el último siglo, Idi Amin ocuparía un puesto de honor. Sin lugar a dudas, además. Nacido en 1925 en Koboko o Kampala (Uganda) y criado en medio de la pobreza, en 1946 se unió a un batallón del Ejército Colonial Británico como ayudante de cocina, donde compaginó su carrera militar con la práctica de disciplinas deportivas como el boxeo, el rugby o la natación. Sin ir más lejos, y apoyado en su imponente físico, fue el campeón de los pesos pesados del país ininterrumpidamente entre 1951 y 1960.
Una vez finalizó su etapa atlética, siguió ascendiendo hasta llegar al puesto de comandante de las fuerzas armadas de Uganda, puesto desde el que protagonizó un golpe de estado en enero de 1971 contra el entonces presidente Milton Obote (otro déspota, no os vayáis a pensar) y se hizo con el poder.
El sanguinario mandato de Amin se caracterizó por los constantes abusos contra los derechos humanos, la represión política, persecución étnica, asesinatos extrajudiciales, nepotismo, corrupción galopante y una gestión económica atroz. No existe una cifra exacta de las muertes que su régimen genocida causó, si bien algunos observadores internacionales y asociaciones en pro de los derechos humanos estiman que entre 100.000 y 500.000 personas murieron asesinadas.
Apoyado en los primeros años por Reino Unido, Israel y Sudáfrica y posteriormente por Libia, la Unión Soviética y la República Democrática Alemana, permaneció cómodamente en la poltrona presidencial hasta que el descontento generalizado entre la población ugandesa y la guerra que libró contra Tanzania provocaron su caída del poder en 1979. Una vez abandonó el país rumbo a Libia primero y Arabia Saudí después, el angelito de Obote volvió a hacerse con las riendas del gobierno.
Tras su marcha, grupos armados compuestos mayoritariamente por gentes que habían sido reclutadas de las zonas más pobres y depauperadas de Uganda, Sudán, Kenia y Etiopía comenzaron a sembrar el terror en la región de Karamoja, situada al noreste de Uganda. Algunos estudios llevados a cabo concluyen que entre 1979 y 1980 robaron a sus habitantes el 95% del ganado que poseían, dejándolos sin medios con los que subsistir.
Como las desgracias rara vez vienen solas, una persistente sequía asoló Karamoja los siguientes meses, acabando con la mayoría de los cultivos. Las consecuencias fueron funestas. La hambruna acabó con la vida de entre 20.000 y 30.000 personas, el 21% de la población. El 60% de los niños perecieron. En términos de ratio de mortalidad, fue una de las peores de la historia de la humanidad. En los últimos 600 años se cree que sólo la gran hambruna que se produjo en Finlandia en 1696, y que mató al 33% de la población, la supera.
La opinión pública internacional no fijó su atención en los terribles sucesos que acontecían en esta región hasta que comenzaron a llegar las primeras imágenes de niños escuálidos, pura piel y hueso, que morían de hambre. De todas ellas, la más sobrecogedora, la que más repercusión tuvo, fue la que encabeza este artículo.
Fue tomada en abril de 1980 por el fotógrafo inglés Mike Wells en Karamoja y retrata el momento en que un misionero blanco sostiene la mano de un pobre chico hambriento. Su tremenda crudeza y la forma tan gráfica en que retrató el drama ugandés le valió el premio a la mejor fotografía del año del World Press Photo.