Pasan los años y a los cuerpos cada vez les cuesta más reparar los daños que causa el acetaldehído, una molécula derivada del alcohol.
Una noche sales de copas con un compañero de trabajo mucho más joven. Reís, brindáis por el futuro y tú incluso bebes menos chupitos que él en el último garito.
La moderación final no te ha servido de nada: a la mañana siguiente tienes una resaca descomunal, mientras que él se pasea por la oficina como si tal cosa.
No es falta de costumbre, sino una cuestión puramente biológica. Cada vez que ingerimos alcohol
incorporamos a nuestro cuerpo acetaldehído, una molécula muy tóxica derivada del etanol que causa deshidratación, dolor de cabeza, sequedad de la boca, inflamación de estómago, náuseas y malestar general. Cuando somos jóvenes,
nuestro hígado cuenta con ingentes cantidades de enzimas destinadas a descomponer al intruso en acetato, dióxido de carbono y agua, tres sustancias inocuas.
Pero a medida que cumplimos años, el arsenal defensivo merma, y el derivado del etanol circula durante más tiempo por nuestras arterias haciendo de las suyas. A esto se suma que
el sistema inmune es cada vez más lento a la hora de reparar los daños producidos en los tejidos.
Además de la edad y el deterioro físico, hay
otros factores que agravan el malestar del día después, como fumar a la vez que ingerimos alcohol y abusar de ciertas bebidas. De acuerdo con un estudio de la Universidad de Brown (EE. UU.),
son peores las bebidas oscuras (whisky, vino tinto…) que las claras (vodka, vino blanco…), quizás debido al número de sustancias que se producen durante la fermentación del alcohol.
Elena Sanz-MuyInteresante.es