En noviembre de 1915, Albert Einstein anunció uno de los mayores hallazgos científicos de la historia, que cambiaría nuestra percepción del universo.
En el tercero de los artículos que publicaría durante 1905 –su
annus mirabilis–,
el joven Albert Einstein había enunciado los postulados de la teoría de la relatividad especial. El principal de ellos se refería a la constancia de la velocidad de la luz –que es la misma aunque el foco emisor se mueva a favor o en contra–, y además consideraba que esa velocidad era insuperable.
La afirmación implicaba nuevas ideas sobre la medida del espacio y el tiempo, es decir, lo que miden nuestras reglas y cronómetros, que
resulta no ser igual si se emplean en un sistema que está en movimiento a gran velocidad. El 21 de noviembre de aquel año genial saldría publicado un cuarto artículo, en el que se establecía la equivalencia entre masa y energía, que quedaba expresada en la ecuación más emblemática y famosa de la ciencia: e = mc2.
Todas esas afirmaciones, provenientes de un empleado de la Oficina de la Propiedad Intelectual de Berna –donde Einstein trabajó entre 1902 y 1909–, ponían patas arriba muchas ideas fundamentales de la física, como las que establecían la constancia de la materia y la existencia de un espacio y un tiempo absolutos. No obstante, Einstein no se dio por satisfecho.
En 1907, supo que el gran matemático ruso Hermann Minkowski había interpretado sus nociones relativistas –este propuso que el tiempo es una cuarta dimensión geométrica del espacio–, así que se puso a trabajar sin descanso en la formulación de una teoría general que diese explicación a otro de los conceptos fundamentales en Newton: la gravedad.
Los días 4, 11, y 18 de noviembre de 1915 mostró unos artículos en los que había ido encajando todas las piezas de sus ideas en una urdimbre matemática. Una semana después, el 25, presentó el último y dio a conocer en la Academia Prusiana de las Ciencias, en Berlín, su teoría general de la relatividad.
Esta plantea que el cosmos es un todo absoluto, finito pero ilimitado –curvado sobre sí mismo–, dotado de las cuatro dimensiones de Minkowski y que contiene en sí la materia y la energía distribuidas de modo no homogéneo. Había comenzado una nueva revolución científica.
Más información en la sección Días contados, escrita por Ramón Núñez. Puedes encontrarla en el número 414 de Muy Interesante.